Por Pedro Patzer
Escribo adioses, así en plural, como quien dice gaviotas, como si todos las despedidas fueran iguales, como si nos pudiéramos probar todas las ropas del adiós, y ya sabemos bien que no es lo mismo un traje del que dice un hasta luego en un andén, que una camisa de quien se mancha con el barro del nunca más. Es imposible quitar ese lamparón, aunque es oportuno hacer de él una casa para que habite aquel en que nos transformamos luego de semejante despedida. ¿O acaso creemos que seguimos siendo los mismos, que nuestra mirada no empieza a contener los duelos de todos los castillos de arena que se han destruido en las playas de las infancias, que no le regresa la sordera a Beethoven o que el eco no comienza a mostrar los huesos de los nombres que hemos perdido? En una despedida también llovemos todas las lluvias, nuestros cansados juguetes y nuestras banderas blancas se reúnen, todos los caminos que no transitamos se alborotan en nuestros pies, nos pesan las veces que le dijimos adiós nuestra desnudez espejo y tuvimos que vestir el uniforme espejismo del mundo, como en todas aquellas ocasiones que dijimos adiós a entregarnos a esa llamada que nos hubiera hecho hombres y mujeres ríos, hombres y mujeres lunas, hombres y mujeres puentes. Un fantasma no es un muerto que regresa, es más bien un vivo que dice adiós a su intuición. Pero, ¿qué es el adiós a la intuición? Es dejar de escuchar lo que dice el jardín, es un adiós al camino que se abre más allá de nuestro nombre. Cada adiós inaugura una frontera que no es todas las fronteras, quizás una orilla sea todas las orillas pero la frontera del adiós siempre es distinta, puede ser una mano, que como escribió Cummings: “Ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas”, la mirada de una madre, la sal de una piel, una casa tomada por las ausencias, un hijo de una montaña que debe marcharse a una ciudad sin montañas, alguien que ha sido abandonado y no sabe qué hacer con todo el mar que le ha quedado sin dar en su corazón, o aquella voz que no recordamos del todo pero que cierto hablar de un desconocido la recupera. A propósito los desconocidos son la medida de nuestros adioses, ellos ignoran los oasis que mediaron en nuestros desiertos.
Hay algo en el árbol que también se modifica con el adiós a un padre, el árbol se vuelve su nuevo y definitivo silencio, allí los pájaros callan y las guitarras no empiezan. Del mismo modo, con el adiós a una madre, sucede algo en los colores y en la naturaleza de las cosas, el amarillo comienza a parecerse menos al sol y más al pan, las arrugas de las ancianas se vuelven el comienzo de las catedrales, los jazmines olvidan sus villancicos. El adiós de los amantes alimenta a los trenes que sólo existen en la noche, como el adiós a la metáfora inaugura la gangrena de la literalidad en el ver, en cambio el adiós a los pabellones de la convencionalidad, inauguran una soledad luminosa que nos ayuda a mirar lo otro. Un preso confesó que llegaba a su calabozo una luz de la torre de seguridad, él imaginó, desde su primera noche, que esa era una luz de un faro y él, un náufrago a la deriva, eso lo mantuvo con esperanza hasta que recuperó su libertad. Hay un adiós al miedo, un adiós a ese impostor que el mundo hizo de nosotros, un adiós a nuestras biografías según wikipedia (que son los modernos epitafios) y un comienzo de las biografías escritas en los pentagramas, biografías que se puedan cantar y bailar, biografías que hacen de la acumulación del barro de los adioses, las cerámicas de las bienvenidas
Pedro Patzer
ilustración: Juan Roma