por Pedro Patzer
El cancionero de adobe y el balbuceo de los dioses de los
antiguos crean un cielo de greda, un cielo que acecha al alma del pueblo, un
cielo de arcilla que entra en conflicto con el muro que es el pensamiento sin
magia de occidente y promueve la llamada mítica de la Madre Tierra. Y es así
que la profecía de Atahualpa Yupanqui se cumple: el hombre se transforma en
“tierra que anda”. Y cuando el hombre es tierra que anda, ya es mundo, y para
cambiar el mundo, él tiene que cambiar, transformar su corazón, es decir,
modificar su ser, que es la tierra, y dejar atrás el ancla cultural (impuesta
por los que fueron convencidos de que los argentinos sólo somos “hijos de los
barcos”) y alcanzar su música propia, esa música hecha del espíritu latente de
tantos idiomas de Abya Yala. La tierra que anda ya no sueña con ganarse la
lotería, ni alcanzar la fama y “salvarse”, la tierra que anda ya sabe que de
nada sirve el cielo (de mármol) para pocos, la tierra que anda es consciente de
que el cielo que nos iguala es una construcción colectiva de los de abajo. La
tierra que anda sabe bien que cada árbol derribado es su propia muerte, y cada
campo envenenado con glifosato, el fin de su mundo. Por eso cuando el hombre descubre que es tierra que anda, debe dejar atrás
lo irreductible de la ciencia y las religiones de mercado y las jaulas de oro
de la cultura y asumir su responsabilidad existencial y como diría Yupanqui,
escuchar el llamado: “El alma de la tierra, como una sombra, sigue a los seres indicados
para traducirla en la esperanza, en la pena, en la soledad .Si tú eres el
elegido, si has sentido el reclamo de la tierra, si comprendes su sombra, te
espera una tremenda responsabilidad. Puede perseguirte la adversidad, aquejarte
el mal físico, empobrecerte el medio, desconocerte el mundo, pueden burlarse y
negarte los otros, pero es inútil, nada apagará la lumbre de tu antorcha,
porque no es sólo tuya, es de la tierra, que te ha señalado”
La “civilización” siempre ha combatido a la música de los
“bárbaros”, al llamado de la Tierra. Sarmiento en el Facundo fustigaba
al gaucho cantor y a la música de indios y ahora los fertilizantes están
dejando a los campos sin música: ¡el día se ha quedado sin pájaros! El silencio
de la civilización avanza, el silencio del glifosato se impone. Por eso se vuelve
tan importante el llamado de la Tierra, el canto hondo de Indoamérica, porque el
hombre de aquí debe volver a enseñarle a cantar a los pájaros, y nuestras
vidalas, nuestras bagualas, nuestros yaravíes son pájaros legendarios, pájaros
custodios de las músicas de las que se alimenta “la tierra que anda”.
Cuando
despertemos del ensueño de la civilización, y nos consagremos al llamado de la Tierra,
nos daremos cuenta de que no estamos solos: en nuestros silencios habitan los
cantos chamánicos indígenas y los manifiestos de horizontes de los corazones
libres que lucharon por la libertad cultural, espiritual y pedagógica de las
pequeñas patrias que conforman esta Patria Grande, o como con más belleza expresó
el poeta puntano Antonio Esteban Agüero: “Tengo un millón de caballos/ ¿Escucháis
su relincho?/ Que rodean la urbe por sus cuatro costados,/ sus jinetes son
muertos de Facundo,/ son muertos de Ramírez,/ montoneros del Chacho/ sableadores
de Pringles,/ domadores,/ remeseros,/ rastreadores,/ guitarreros,/ espectrales
jinetes que cabalgan/ mi millón de caballos”
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