por Pedro Patzer
Nos hablan todo el día sin palabras
o con palabras donde nunca nace una flor
ni cultivan sus fuegos los dragones.
Candados y anclas,
vinos que no dan alas,
economistas que denuncian el déficit que significa
hacerle caso al alma
Héroes y heroínas de las horas hábiles
que jamás acceden al territorio de la hora 25
y que nunca han contemplado
el amanecer en los ojos de las criaturas y las cosas
que la mayoría considera invisibles,
ni han vivido los verbos como el espacio en el que
alcanzamos el balbuceo del oleaje y lo que grita la montaña,
ni experimentado algunas presencias como jardines
o ciertas miradas como confines.
Los bueyes perdidos son los viajes hacia las corbatas y el eslogan,
el café sin sabor y el atardecer que pasa indiferente entre los muros,
en los que nadie ha estampado su alarido de aerosol.
Los bueyes perdidos, los “te quiero” como bostezo,
la pornografía como depredadora de la sensualidad,
los goles que hacen los profesionales,
los televisores poblados de inquilinos de la realidad,
huérfanos de metáforas, devoran sólo aquello
que no quita el viejo hambre,
ni despierta la otra sed.
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