por Pedro Patzer
Mientras el gobierno de la ciudad de
Buenos Aires introduce halcones, aguiluchos y caranchos para reducir la
población de palomas, un hombrecito consagra su vida a darles de comer. Esta es
la historia de Vicente Oriol, el custodio de las palomas porteñas.
Llegó de su Italia cuando tenía dieciocho, hoy, que ya tiene ochenta y
diez, aún recuerda la manera con que las aves le dieron la bienvenida en el
puerto: "Llegamos sin nada, pero las palomas nos recibieron como si
fuéramos reyes" Vicente trabajó seis décadas de sastre, de hecho fue el
encargado de confeccionar los trajes de Alfonsín, cuando era presidente. Al
jubilarse comenzó a realizar sendas caminatas por Buenos Aires en las que
observó que los vecinos maltrataban a las palomas: piedrazos, balines de aire
comprimido, venenos varios. Fue cuando Vicente Oriol sintió el llamado, su
misión era ser el custodio de las palomas porteñas. Cual Quijote que por
Rocinante lleva un changuito, don Vicente del Microcentro va deshaciendo
entuertos echando maíz por las callecitas, dándole de comer a las palomas: “Un
día comencé a darles pan viejo, y desde hace un tiempo compro todos los días
una bolsa de maíz” Es curiosa la relación que se ha forjado entre el hombrecito
y las aves, pues cuando Vicente está a cinco cuadras, las palomas comienzan a
alborotarse. Mientras las oficinistas, los corredores de bolsa, los taxistas y
los peatones, las muchachas del subte, y los muchachos del andamio; las
ambulancias, los enfermeros y los pacientes; los patrulleros, los policías y
ladrones; los vendedores de garrapiñadas y los que ofrecen piñas y muestran sus
garras; los lustrabotas y los descalzos; los frailes y los que venden bolas de
fraile y los otros esclavos del reloj insisten con sus soledades compartidas,
las palomas y el hombre que les da de comer, inician su ritual. Y en ese
instante algo sucede en la ciudad: los carteles publicitarios, y los que
indican contramano, las escaleras que no conducen al cielo, los monumentos que
ni siquiera bostezan, los balcones huérfanos de trepadores romeos, los
campanarios vacantes de cuasimodos, y el riachuelo lejano (sin Quinquela que lo
pinte y Sandrini que lo haga película) se conmueven ante el error de la Matrix,
intuyen que el guardián ha dejado la puerta de la celda abierta y la paloma que
fue en tiempos bíblicos elegida como símbolo del Espíritu Santo, en esta época
materialista pasó a ser el objetivo a aniquilar: “Cierta vez una señora
me increpó, me dijo que no le diera de comer a las palomas, porque eran una
plaga. Le contesté que la plaga somos los seres humanos que estamos envenenando
el planeta” Cual Hamelín de palomas, Vicente Oriol deambula por la ciudad
seguido por estas aves “nunca en mi vida pude ver un animal en una
jaula...Cuando escucho que traen halcones para exterminar a las palomas, pienso
que la paloma siempre ha sido el símbolo de la paz y no entiendo porqué no las
quieren” Este anciano que se dedica a alimentar los animales del olvidado cielo
del Microcentro, nos recuerda que mientras los pulcros ángeles permanecen
inmóviles en los templos, las palomas, sucias, bandidas y en bandadas, no
nos dejan solos en nuestros cotidianos naufragios en el paraíso urbano
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