9/20/2024

Segunda juventud

por , Pedro Patzer

 Cada vez que veo a alguien luchando por no envejecer físicamente, pienso en la belleza de los árboles añosos, en los barrios más antiguos de las ciudades, en el coraje del Sócrates anciano que prefirió beber la cicuta a traicionarse,  en Lao Tse que nació viejo, pues su madre tuvo un embarazo de ochenta y un años por lo que cuando parió, los cabellos del viejo bebé ya estaban blancos y su rostro arrugado como papiro de texto sagrado. También pienso en los inviernos de los haikus japoneses, como aquel de Basho: “A caballo,/mi sombra vagabunda/ se congela” y  en las telarañas de las ausencias que mejoran las puertas por las que hace ya tiempo la vida no pasa, en las comidas caseras que huelen a un lugar que el gps ya no puede ubicar, sin embargo el corazón no deja de volver, en las historias que por siglos los pueblos se fueron contando y cantando, en las noches tras noche, rodeando al mismo fuego que hace siglos encendieron los primeros habitantes del planeta, posiblemente sobre aquel primer y eterno fuego nacieron el amor y las canciones.

Hay algo especial en lo viejo, como si conservara intacto otro sol, como si de ese invierno acumulado se hallara el mapa del camino a la primavera humana. Acaso es posible imaginar un joven Noe, del que aseguran que cuando construyó el arca tenía cuatrocientos ochenta años, pero no tanto como su abuelo  Matusalén que vivió novecientos sesenta y nueve años. Hay una leyenda en la provincia de San Juan, llamada La Pericana, que consiste en una mujer que erra por las tardes, se la describe como encantadora tan es así que con sus poderes suele atraer a los niños que no duermen la siesta, pero cuando los tiene cerca se transforma en una anciana de aspecto tenebroso y los asusta. Sin embargo, en esta misma provincia en la que se trafica esta leyenda que muestra a la ancianidad como algo lúgubre, un poeta demuestra que la vejez puede llegar a ser la revancha de la juventud. Me refiero a Leonidas Escudero, que en su juventud había hecho mucho dinero con la minería, de hecho llegó a tener su propia mina, hasta que perdió todo en el juego. A partir de ese momento, a los cincuenta años, se hizo poeta, publicó más de veinte libros y vivió más de cien años. Es decir, Escudero perdió su juventud en el juego, pero a la vez alcanzó su segunda juventud, la ancianidad en la poesía.  

La humanidad está en guerra contra la vejez, la desprecia, la confina a llenar sus pastilleros, a la lentitud amarilla de los uniformes de domingos, al prosaico puerto donde se supone la muerte puede recalar inminentemente. Entonces, le teme profundamente a todo aquello que enseña el otoño del cuerpo. Siempre he pensado que el que le teme demasiado a la muerte, en realidad le teme demasiado a la vida, por lo que quien combate a la vejez, en realidad está batallando contra su propia juventud. De modo que se prepara el campo para la llegada de jóvenes adánicos que consideran que antes de ellos no ha habido historia humana, y que con ellos nació la política, la cultura, el sexo, la rebeldía y que el resto debe ser despreciado. Siempre los ancianos fueron diques del desborde de la juventud, que entre fervor e ignorancia, aprendían la serenidad de los antiguos capitanes ante la temporada de naufragios. 

Los ancianos tienen tantas cosas en común con los niños, Neruda escribió: “todos los viejos llevan en los ojos un niño,y los niños a veces nos observan como ancianos profundos” ¿Acaso no hay juguetes para la ancianidad o será que el mundo ya se ocupó de destruirlos ? Los juguetes de la ancianidad son creadores del horizonte de los que vendrán. Tomemos por juguetes de ancianidad a todas las flores que nacieron en las heridas, a todas las guerras que podrìamos ahorrarnos si escucháramos el relato del que vio morir a un amado en una de ellas, o al que tuvo destellos de milagros humanos, donde pudo comprobar, aunque sea por instantes, que era posible otra humanidad. El agua de la juventud se nos va entre las manos buscando el gran secreto, tal vez un anciano tenga la capacidad de asegurarnos de que no hay tal secreto. De que el gran corazón de esta vida es la duda, y que esa es la única certeza que nos hace libres, el camino que hace al camino.

Podemos hacernos de todo en la cara, en el cuerpo para parecer más jóvenes, pero si no conseguimos tener una mirada limpia, tan limpia como aquel que retorna del viaje que eligió hacer, siempre seremos viejos, tan viejos como los jóvenes que nunca han despertado a ese laberinto de intentar ser uno mismo. 




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