3/01/2013

Caballos Salvajes


Caballos Salvajes
por Pedro Patzer*
 
Al leer biología comprendemos a la naturaleza como hacedora de metáforas: el gusano se convierte en mariposa, aunque esto lo haga vivir apenas horas. ¿pero cuándo estuvo más vivo, en los años que fue gusano o en las horas en que fue mariposa? Muy pocos sonidos de la naturaleza representan la sinfonía de la libertad como el cabalgar de un caballo salvaje. Tal vez su andar se parezca al río sin nombre que surge en la montaña y que emancipado de cualquier mapa va trazando su curso, saciando la sed de los resignados paisajes.
Un caballo salvaje es como la bandera de ningún país, bandera dibujada por un niño que imagina una patria nacida del idilio entre una estrella fugaz y la una pelota de trapo. El caballo salvaje es la reencarnación de aquella flecha que el indio lanzó al aire hace siglos y hoy sigue buscando su horizonte libre.
Cabalga sin Dios, cabalga sin nombre, cabalga como un viento siempre forastero, cabalga, cabalga, cabalga como cabalga el solitario horizonte hacia la noche de la llanura.
Tal vez el caballo salvaje sea el rayo de una tormenta secreta, relámpago de las tempestades de los desiertos que en su trote halla las ciudades perdidas y los cantos secretos de los caminos.
Quizás los caballos salvajes nazcan de las canciones que no creamos, de los caminos que no transitamos, del recuerdo inmodificable, de la campana sonando en el domingo de la niñez. Caballos salvajes que cabalgan como el vino en el corazón nocturno del zafrero, cabalgan como una infancia que se aleja del moribundo corazón del adulto, cabalgan como el carnaval en el recuerdo de un exiliado de febrero.
Tal vez los caballos salvajes estén hechos de los potreros vacíos, de los trenes que perdimos, de la agonía de los barcos pesqueros y de los barcos fantasmas y de los charcos que carecen de barcos de papel. Quizás los caballos salvajes estén hechos de los atardeceres proscriptos en la celda, de las payadas sin Santos Vega, tal vez estén hechos de los patios sin rayuelas y del mundo sin Cortázar, de la lluvia en los hospitales, y de los cotidianos Waterloo que padecen los napoleones del Borda; de las calesitas clausuradas (calesitas sin caballos salvajes, sólo caballitos de madera e intemperie); de la multitud sin su caudillo, del pan duro que sólo multiplica hombres sin milagros.
Caballos salvajes que cabalgan como el guanaco sideral en el cielo austral, cabalgan como hijos del malón, cabalgan como los espectros de Felipe Varela y Quiroga en la copla, cabalgan como milonga urgente en busca de una guitarra.
Muchos afirman que ya no hay más caballos salvajes, yo creo que los caballos salvajes persisten en esos lugares que muy pocos llegan y que algunos habitan leyendo, escribiendo un libro, pintando, educando, amando, haciendo una revolución o simplemente cerrando los ojos y despertando hacia los paisajes de adentro.
¿Acaso cuando del barro del silencio se halla una copla, o cuando alguien hace de la muerte de cada lunes (de la existencia) un prólogo del milagro, no alcanza ese recóndito lugar donde habitan los caballos salvajes?

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