por Pedro Patzer
Aunque nos quieran convencer de que los ladrones de las melodías, de las vocaciones, de los más hermosos vínculos del humano con su propio destino, hasta los arrebatadores de la existencia han triunfado y conseguido imponer su imperio de lo utilitario, en el que todo lo que se hace debe tener un beneficio mercantilista: se estudia para “trabajar de”, se elige una pareja porque cumple con los requisitos pertinentes para vivir “alegres” como en las publicidades, se establecen amistades en la que todos hablan y nadie escucha, en las que se “conversa” mucho y jamás se dice nada, se renuncia al laberinto natural de la existencia por la sabrosa carnada del “final feliz” que nos metió Hollywood en el coco, y así se nos aleja de cualquier relación con el silencio, que sabemos bien no es lo mismo que callar, el silencio es lo que nos prepara para las genuinas músicas y palabras, en cambio se nos entrena como soldados más del ejército de lenguaraces, traficantes de las palabras del mundo muerto. De modo que nuestra vida la deshojan como una margarita utilitaria, en la que ante cada hoja arrancada se dice: “me sirve, no me sirve, me sirve, no me sirve…” Todo este combo, palabra incorporada y popularizada por una cadena extranjera de comidas rápidas creadores de la “Cajita Feliz”, produce gente que prescinde de maestros, pero que da la vida por tener seguidores, personas que repiten noticias falsas como devotos que rezan el rosario, y de repente se vuelven de una fe extraordinaria por esa realidad artificial tanto que se convierten en apóstoles del humo sin fuego, de los célebres sin obras, activistas de la guerra mundial de la estupidez que comienza como un juego de niños hasta transformarse en un juego de verdugos, en el que los inocentes, sobre todo las minorías y los débiles, están al acecho de un conjunto de gente que podría ser parte de un carnaval carioca como de una manifestación en el que se lleva como estandarte la palabra: “libertad”. ¿Cómo se pasa de un estado a otro? ¿Cómo conviven seres humanos con un discurso de ética, moral y otros bla, y sin solución de continuidad son capaces de desear las peores cosas a la mayor parte de la sociedad? Y así se proyecta un país como un barrio cerrado, con un rejas electrificadas, seguridad privada, y la idea de intrusos. ¿Quiénes son los forasteros en su propio país? Hace meses estamos llevando adelante - junto a los compañeros de la Radio Pública, Christian Brennan, Fernando Piana, Marisa Ruival y Fernando Clavero, un proyecto llamado “Tierra de Ríos” para Nacional Doc, en el que documentamos todos los ríos de la Argentina. Hemos trabajado sobre veintisiete ríos, en cada uno de ellos encontramos las grandes orfandades del país: la huella de los invisibles, ríos que llevaban nombres indígenas y que fueron cambiados por números cardinales como el Río Ctalamochita, de Córdoba, fue bautizado, por la pereza intelectual de los colonizadores españoles, como el Río Tercero, otros como el Río Mepenes de Corrientes cambió su nombre por el Santa Lucía, una santa foránea o el Río jamakán de Chubut, entregó su nombre tehuelche por el aburrido Río Chico del sur. Hay varios ríos Chicos en el país, a los que se les ha arrebatado su nombre original. Pero esto tiene que ver algo más que con los nombres, esto fundamentalmente es una idea de vencedores, los “ganadores” son quienes nombran la realidad, y a partir de ahí, lo que deja de nombrarse desaparece, se vuelve invisible. De este modo por años se ha repetido estúpidamente esa idea de que los argentinos somos hijos de los barcos, sin considerar que cada río, como cada pueblo, tienen antecedentes aborígenes. También los ríos revelan las batallas invisibilizadas, recordemos que por año se ocultó de los manuales oficiales a la Batalla de La Vuelta de Obligado, que el río Paraná recuerda como nadie, del mismo modo que el Río Grande de Jujuy lleva en su memoria el épico éxodo jujeño liderado por Belgrano o el Río Grande de Tierra del Fuego no deja de denunciar la masacre de los Selknam ¿Pero por qué todo lo que vamos descubriendo en los ríos, casi no aparece en los manuales? ¿Por qué nunca se nos cuentan estas historias en los medios? ¿Acaso hay unas Argentinas desconocidas, patrias invisibles? ¿Será que los “vencedores” ante todo son arquitectos del desierto? En un país donde se han desaparecido a treinta mil personas, lo invisible, lo que no se nombra, lo que se borra del mapa se vuelven asuntos latentes, paisajes espirituales, culturales e históricos que regresan siempre como manifestaciones culturales. El pueblo hizo cantares anónimos a los caudillos, no hay registro de que haya cantado a Bartolome Mitre.
Algo que resume a esa latencia es “la pena extraordinaria”, siempre vigente en los hijos e hijas, nietos y nietas, bisnietos y bisnietas de Martín Fierro.
La cultura popular es un anticuerpo que regresa con sus colores de resistencia cuando parece que lo invisible ha triunfado