Elegía de los buzones de Buenos Aires
por Pedro Patzer
El siglo XX tenía 29 años cuando Jorge Luis Borges escribió la elegía de los portones de Buenos Aires. Es decir, cuando Borges lamentó, poéticamente, la pérdida de las tradicionales puertas de su ciudad: “Esta es una elegía/ de los rectos portones que alargaban su sombra/ en la plaza de tierra...Ésta es una elegía/ que se acuerda de un largo resplandor agachado/ que los atardeceres daban a los baldíos...Ésta es una elegía/ de un Palermo trazado con vaivén de recuerdo/ y que se va en la muerte chica de los olvidos…” Tal vez ahora, cuando el siglo XXI es apenas un adolescente rebelde, sea tiempo de urdir la elegía a los buzones de Buenos Aires.
Como si fuera un muchacho de otro tiempo, que espera en la remota esquina a que su primera novia (aquella ciudad) regrese con la primavera perdida. Así, el buzón, el último aristócrata del arrabal, aguarda la llegada de la carta que cambie el curso de su inmóvil día: “Te escribo estas líneas a mano, porque es tan hondo el dolor que siento que mi cuerpo necesita palparlo” A veces pareciera que el buzón protestara: “Yo no soy una estatua” “Yo no soy un monumento de ninguna batalla del silencio” ¿Acaso nadie le advirtió al buzón que él es un monumento del remoto balbuceo del otro Buenos Aires, la estatua de la ciudad colmada de posdatas?: “Te amaré por siempre” “Mi renuncia es indeclinable” “Espero con mucha paciencia tu respuesta” Otras, pareciera que el buzón quisiera decir: “No me confunda, no soy el antiguo vigilante de la esquina”: ¿Acaso el buzón es un mendigo recibiendo la limosna de la luna o apenas un polizón escondido en esta vieja nave que llaman ciudad? ¿Será un ancla o tan sólo el gran artefacto de la nostalgia porteña? ¿Cómo se mide la edad de un buzón? ¿Cada cuántas cartas cumple años? ¿Dónde se fueron las sombras de las esquinas de sus solitarios días?
Esta es la elegía de los buzones de Buenos Aires, un lamento por su pérdida, una especie de adiós. Si bien siguen funcionando, y todos los días pasan carteros a retirar las esquelas, los buzones son cada vez menos. Buenos Aires llegó a tener más de 1400 buzones, hoy apenas persisten 150 ¿Qué sería de las esquinas de la Reina del Plata sin estos mensajeros de la paz? ¿Quién formulará sus preguntas atardecidas? ¿De cuántos Buenos Aires es huérfano el buzón? ¿Será el único que prosigue de pie ante el lamento de la sudestada, cual linyera del viento, cual profeta de la otra orilla de la tempestad?
Esta es la elegía de los buzones de Buenos Aires, un lamento por su pérdida, una especie de adiós. ¿Será acaso el buzón, el centinela de la última posdata del día, el fiel testigo de todo lo que hace la noche porteña cuando Dios padece insomnio en sus esquinas? ¿Será el buzón el espantapájaro de ciudad , tal vez su espanta ángeles? Aunque, sin duda, el buzón es el biógrafo del ángel secreto de Buenos Aires.
Dicen que el mejor amigo del buzón es el bar, juntos conquistaron el viejo corazón de las esquinas porteñas: ¿Alguien llevará las cuentas de las veces que Discepolín miró al buzón desde el cafetín? ¿Habrá pensado en las cartas perdidas, en las cartas que jamás escribió? ¿Cuántos poetas habrán soñado con escribir una carta abierta al mundo, y echarla en el buzón?
El buzón es confesor del perro y consejero de los gorriones, el único juguete que le queda al adulto en las esquinas, puerto de barquitos de papel, antólogo de conversaciones: de la prostituta con el redentor, del lustrabotas con el descalzo, del rico cartonero con el pobre millonario.
¿Cuántos compradores y vendedores de buzones habitaron esta ciudad? ¿Será el buzón pariente del mensaje en la botella? Sin duda lo era para el curda que lo confundía con un oráculo griego en plena avenida Córdoba.
¿De qué está hecho su silencio, será que en la boca del buzón permanece intacto el chamuyo de Buenos Aires, las letras de los tangos instrumentales, los piropos (a las muchachas de ayer)? ¿Cuántos compadritos se acodaron en el buzón? El eco de un verso de Raúl González Tuñón los retrata: “En los buzones desteñidos/ se recostó la compadrada” ¿Cuántos locos le echaron flores? ¿Cuántos lloraron abrazados a él? ¿Dónde estarán aquellos ebrios de soledades que mantuvieron estrechas conversaciones con los buzones? ¿aquellos mismos, que en la sombra que el buzón dibujaba en la baldosa, leían la hora exacta del otro Buenos Aires posible?
Esto es la elegía de los buzones de Buenos Aires, un lamento por su pérdida, una especie de despedida a aquella urna de plegarias paganas, de rezos con estampillas: ¿Cuántas veces los buzones nos ilusionaron con aquello de que los secretos de la vida tenían remitente? ¿Serán los buzones, satélites de todo lo que a veces intenta decirnos Buenos Aires? ¿Será su óxido, los soles de los días pasados, la estampilla del otoño porteño? ¿Será la boca del buzón un agujero negro que nos invita a aventurarnos a otros universos, mundos de la infancia eterna, galaxias remotas del barrio? ¿Cuántos fantasmas y albas de Buenos Aires hubo coleccionado el buzón? ¿Cuántas lluvias y manifiestos de la intemperie caben en su inventario esquinero? “Si pudieras darte cuenta/ lo que encierra tanto sobre.../ la cita de cenicienta/ con algún príncipe pobre.../ O el dolor de tantas madres/ escribiéndole a los hijos/ que la guerra les llevó;/ o la esquela de la novia/ preguntándole a su novio/ por qué un día la dejó” (Fernando Carpio)
Los mismos que ignoran los buzones, son los que no se enteran de las aventuras del jazmín en el noviembre porteño, del girar contrarreloj de las calesitas, del diamante que es posible alcanzar contemplando el cielo porteño.
Esta es una elegía de los buzones de Buenos Aires, una especie de adiós al amigo que nunca faltó a la cita en aquella esquina de la inocencia, aquella esquina de milagros con posdatas.
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