El silencio de nuestro héroe (el héroe
de los de abajo)
por Pedro Patzer
El silencio de nuestro héroe está hecho
del crujido de la canoa del pescador que a mitad del Paraná no espera ser
encantado por el canto de las mitológica sirenas aunque sí confía en que el
himno de sus ahogados ponga de pie a las patrias secretas del río. El silencio
de nuestro héroe está conformado por las bagualas de los vientos sin nombre,
por el galopar de los caballos salvajes que parecieran rendir tributo al
silencio de Felipe Varela en su exilio de los manuales de historia. Silencio,
el de nuestro héroe, construido por los pueblos que murieron con la peste del
desierto que se esparció cuando el país se quedó sin trenes. Silencio acumulado
por los changos a los que no se les permitía hablar su “lengua de indios” en
las escuelas del gran civilizador. Silencio por las localidades a las que se
les cambiaron sus nombres ancestrales por los de estancieros ingleses. Silencio
de los que no tuvieron una lápida con su nombre, ni siquiera una cruz de
algarrobo en los remotos caminos de la historia. Silencio de la callada
bicicleta de Claudio Pocho Lepratti, silencio de los puentes sin Kosteki y
Santillán, silencio de San Martín contemplando desde el barco por última vez
esa tierra, silencio de los viejos ypefianos de Tartagal ante la tragedia
de la privatización de Ypf, silencio del maíz ante el atroz alarido de la soja,
todo el silencio de siglos que se resumen en los ojos de los mineros de
Andalgalá; el sacha silencio que en el Santiago profundo se escucha entre
retumbo y retumbo de legüero; el silencio de Gatica noqueado por la vida, y
puesto de pie, nuevamente, por la máquina de escribir silencios de Osvaldo
Soriano. El silencio de los cafés de Palermo ante la ausencia de Miguel Abuelo
y sus cartas abiertas a la vida: “La vida es un libro útil para aquel que pueda
comprender”; silencio de óxido de los barcos hundidos en los pinceles de
Quinquela; el silencio después del yaraví con el que en el Jujuy adentro
despiden a sus muertos; el silencio de los desiertos compilados por las
milongas de llanura; silencios de los cartógrafos ante el viento patagónico que
borra las fronteras de los mapas políticos y enciende los mapas espectrales de
la ciudad de los Césares; silencios de los bisnietos de Martín Fierro que en la
villa entonan cumbias desesperadas; el silencio de los arrabales de Dios ante
la poesía humana de Discépolo; el silencio austral luego del último sapucay en
Malvinas; el silencio de los peones golondrinas, que nunca levantan vuelo, que
jamás gozaron de la ventaja del cielo de los estancieros; silencio de la
curandera ante los remedios que la Pachamama le sugiere; el silencio con el que
Atahualpa Yupanqui enseñaba a cantar la vidala; el silencio de Manuel Dorrego
ante el cantar de los pájaros en su última tarde de Navarro, silencio del mismo
linaje de Juan José Castelli, el orador de la revolución de mayo, que
irónicamente muriera por un cáncer en la lengua; silencio como el callar del
mar cuando Mariano Moreno, se convirtió en el primer desaparecido de esta
patria, silencio similar al del crucero Belgrano hundiéndose en los márgenes de
los mapas; silencio de Homero Manzi que ante la aristocracia de la palabra se
plantó y pronunció: “ante de ser un hombre de letras, prefiero hacer letras
para los hombres”, la misma aristocracia que le dio la espalda a Leopoldo
Marechal: “¡Ah, no me digas nada, ni la palabra antigua/ ni las canciones que
ha mordido el tiempo!” El silencio de los valles, silencio donde los antigales
calchaquíes recuperan las confesiones del cardón; el silencio de nuestro héroe
hecho de la zamba del zafrero, que luego de su día consagrado al machete y la
caña, se entrega a las seis cuerdas con las que apacigua, la amargura del
azúcar siempre ajena. El silencio de las plegarias interiores de los humildes
ante la cabeza del Chacho Peñaloza exhibida como trofeo de los “civilizados” en
una plaza de Olta, silencio que regresara a otra plaza, casi un siglo después,
luego de ser bombardeada. Silencio amarillo de las biblias de hotel de
provincia, silencio del que se queda sin pilas en la radio y no logra que
Dolina le corrija el insomnio; el silencio del cerro cada vez que muere un
baqueano; el silencio de los trenes sin Oliverio Girondo; el silencio del
camionero ante cada ermita del Gauchito Gil, el silencio de los devotos de la Virgen
del Valle que también le rezan a la santa de los humildes catamarqueños, María
Soledad Morales; el silencio de Juana Azurduy y de Evita, que cada tanto nos
recuerdan la América es mujer, que la historia es mujer; el silencio de los
hijos de la sequía ante el éxodo de vida, el silencio del padre que pierde la
batalla del pan, el silencio de los próceres del guiso; el silencio de los
padres Mugica y Angelelli ante el vía crucis de nuestros cristos descalzos; el
silencio de la noche campesina luego del “duerme, duerme, negrito”; el silencio
de Buenos Aires sin el fervor y les elegías de Borges; el silencio de los
guaraníes sin tierra que anhelan alcanzar la Tierra sin mal; el silencio de los
cazadores (de la revista weekend) ante la aparición del Coquena; silencio del
viejo bibliotecario ante los lectores que cambiaron las tardes de libros por
las del bingo; el silencio de la calle Florida sin la Richmond; el silencio de
los patios sin la imaginación de María Elena Walsh; el silencio de Manuel
Belgrano ante el fuego que iluminó el éxodo jujeño; silencio como el del teatro
abierto devorado por las llamas; el silencio de los otros libros que iba a
escribir Rodolfo Walsh; el silencio del clavel sobre el piano de Pugliese; el
silencio de la luna de Callao sin el corazón polizón de Horacio Ferrer; el
silencio de los idiomas ancestrales de nuestra tierra ante el pedagogo que
aconseja “pensar en inglés”; el silencio de los habitantes del oeste de La
Pampa ante el río que le robaron: el Atuel Salado Chadileuvú, más conocido como
el río de la sed, silencio hermano al de la Difunta Correa amamantando de
esperanza a los sedientos peregrinos de San Juan; silencio como el de los locos
del zonda, silencio pariente de los que ofrecen su alma a la sudestada
rioplatense; silencio de los corazones de la Patria Grande ante los diminutos
espíritus de los apólogos de la patria chica; silencio del maestro del pequeño
pueblo ante el funcionario que habla de “primer mundo” y “tercer mundo”,
funcionario que no advierte el esfuerzo que hizo ese docente para comprar un
mapamundi y explicarle a sus alumnos que hay un sólo mundo y que éste comienza
desde el sur; silencio del último puestero ante ante el lamento de Santos Vega
por su derrota ante el diablo (el progreso), silencio como el del barrio que ha
perdido su calesita; silencio del puneño ante el intelectual que nos define
como “hijos de los barcos”; silencio de la avenida Garay sin el Aleph, silencio
de Balvanera sin Jacinto Chiclana; silencio de la selva ante la máquina de
escribir de Horacio Quiroga; silencio del hachero después de derribar el alma
del monte, un silencio en el que aprende que cada árbol que derriba lo hace más
pobre; silencio de las banderas ante los países de la Argentina secreta que
celebra un poncho al viento; el silencio del alma de Güemes ante el pomposo
gaucho de desfile; el silencio de Lugones ante una vida de mil vidas borrada
por tan sólo un vaso de veneno; el silencio de la chichí que no tiene plata
para ir a ver a la Mona; silencio de los trashumantes ante un nuevo amanecer a
la deriva; silencio de la guitarra sin los nidos donde los pájaros eléctricos
de Spinetta desarrollaban su música celestial; silencio sin la historia
desopilante del taxista porteño; el silencio de la piedra ante tantos siglos de
exilio de la montaña; silencio del mate del solitario; silencio de los que
esperan a que los Vairoleto, los Juan Moreira y los bandoleros sagrados,
regresan a hacer justicia para los de abajo; silencio del cielo del sur ante el
retumbo divinamente pagano del kultrún; silencio de los Ramonas y de los
Juanitos Laguna sin el color de Berni; silencio de los cines de pueblo sin las
películas de Favio; silencios de leguas acumulados en cada paso del arriero; el
silencio del pastor ante la mula que carga el ocaso en la quebrada; el silencio
de los viejos trofeos de la desaparecida sociedad de fomento; el silencio de un
alma chayera luego de febrero; silencio de los pasajeros del tren Roca ante el
bendito salmo del vendedor ambulante: “no le vengo a vender, le vengo a regalar”;
el silencio del limonero del patio ante los consejos del abuelo; el silencio
del algarrobo natal ante la poesía de Antonio Esteban Agüero: “"Padre y
Señor del bosque./ Abuelo de barbas vegetales./ Algarrobo natal. Torre del
cielo./ Monumento y estatua del follaje./ Hijo del Sol y de la Tierra unidos./
Árbol de luz. Espejo de los siglos./ Dios vegetal de corazón fragante./ Así yo
quiero terminar la Oda,/ asistido por Ángeles del Canto:/ Algarrobo natal,
Abuelo nuestro,/ ¡Catedral de los pájaros!” Silencio de los buzones de Buenos
Aires a los que ya nadie les entrega una carta; silencio de los caldenes ante
el diálogo milenario del sol y el salitral; silencio de los que saben que para
rezar por las noches se precisa una guitarra; silencio de la llanura sin
fogones; silencio de los muros urbanos sin algún mandamiento de aerosol;
silencio del que viene de lejos (de siglos) custodiando la creación de
Viracocha; silencio cultural de la coca, silencio que nos recupera ante la
palabra apunada; el silencio de la llama, el silencio de los caminos sin
nombres; el silencio del domador ante la furia continental del bagual; silencio
de los suburbios del alma sin las aguafuertes de Arlt; silencio de los
corazones libres al comprender la metáfora del diablo de la salamanca, la idea
de resistencia espiritual y cultural ante la colonización; el silencio del
antropólogo ante el pueblero que hace llover; silencio del inmigrante ante el
mar de tierra que es la pampa; silencio de los hijos de la Pachamama ante el
alambrado; el silencio del trovero ante el viejo sabio que le recuerda que no
hay atajo para llegar al hondo camino del canto; el silencio del joven
historiador que descubre que le enseñaron una historia falsificada; el silencio
del humilde chacarero ante el choclo transgénico; el silencio de la luna de
Amaicha, luna que jamás pisarán los astronautas, luna que sólo se alcanza
golpeando el parche de una caja; el silencio del pibe que comprende que cultura
es la historia de su padre el colectivero, que cultura es su lucha por dejar el
paco; el silencio del padre Julián Zini que descubrió que su religiosidad está
consagrada a Dios y Ñamandú; el silencio del hombre que en su bote toma clases
del idioma del junco y el barro; el silencio de los que luchan por la vida en
un lugar llamado La Matanza; el silencio del que deja de ser turista y comienza
a ser un habitante del otro misterio de la copla popular; el silencio del
Alfonsina ofreciendo su cuerpo como elegía del mar; el silencio de los justos
ante la prepotencia de los cultos ignorantes; el silencio de los caídos en las
batallas de la pobreza; el silencio de la flor sencilla que ofrece un poco de
color en los jardines del Borda; silencio ante el que olvidó sus goles de
potrero y da besos profesionales a camisetas ajenas; el silencio de la
enfermera del hospital que pese a todo, nunca dejó de limpiar las heridas del
mundo; el silencio del solitario vallisto mejorado por el cantar de los
grillos; el silencio del río Pilcomayo ante el canto rezo de los Qom; el
silencio del conurbano bonaerense ante las canciones - manifiestos de Los
Redondos; el silencio del Curaca ante tanta el farfulleo de los esclavos
culturales; el silencio de Túpac Amaru que regresa en la libertad del vuelo del
cóndor; el silencio de Inti ante la vida que cabe en el grano de maíz; el
silencio indoamericano de arcilla que acecha en las cerámicas; el silencio del
que sabe que el canto pertenece a los pájaros y al pampero; el silencio de
kolla que comprende que para trepar a la cima del cerro, primero debe conocer
su corazón, el kolla advierte que él es el cerro; silencio del que intuye que
su destino es la baguala; silencio de los pesebres pobres donde se aprende que
la auténtica riqueza es la redención; el silencio del pocero ante la parábola
secreta de la tierra; el silencio del vino ante la ausencia de Jaime Dávalos;
el silencio de los que construyen entre los escombros; el silencio de los que
la vida sólo le ha puesto agujeros en la camisa como medallas o agujeros en la
media como la poesía caminante de Tuñón; el silencio del aborigen que doma al
caballo salvaje con un abrazo; el silencio del paisano que sabe que nadie es
dueño de algo que no sea desbaratado por un atardecer de campo; el silencio de
los tanques de agua, que son los monumentos que el día ha construido en las
terrazas del barrio; el silencio del ombú luego de centenares de estilos
perdidos bajo su sombra; el silencio del payador al comprender que la milonga
es una forma de soledad; el silencio de la tranquera de la querencia donde
hasta Dios se ha marchado; el silencio ante la tristeza que acuña su moneda en
la mirada de quien observa la sonrisa de Gardel; el silencio de los patios del
sainete desde que Buenos Aires se quedó sin conventillos; el silencio del
médico de ciudad ante los yuyos que le recomienda la Machi; el silencio del
músico salamanquero al comprender que llaman “música culta” a la que se ejecuta
en el teatro Colón, Colón, el hombre que trajo el nombre que le quitó al
continente su verdadera denominación: Abya Ayala; el silencio del ajero
mendocino ante la inescrupulosa paga, silencio que tiene destino de vino y
cogollo a mitad de la tonada; el silencio colmado de multitudes de las madres
de los jueves y de las abuelas de la memoria; el silencio de los que nunca
tendrán una oración en un libro de historia, sin embargo son los verdaderos
próceres cotidianos; el silencio de los isleros litoraleños cansados de
escuchar a los profesores hablar de La isla de Robinson Crusoe pero nunca
mencionar las aventuras del hombre de río ante el acecho del Yasí Yateré; el
silencio de Leda Valladares ante el canto de las copleras cafayateñas, canto
que le hiciera abandonar la filosofía occidental “bien cuidada por los
europeos” y consagrarse al hondo cancionero del continente
Ninguno de los silencios de los que
está hecho el silencio de nuestro héroe, se parecen al de las estatuas y al de
los monumentos, nada tienen estos silencios del silencio de los museos y de los
púlpitos, nada del silencio de los claustros, ni del balbuceo de la plegaria
enunciada de memoria, ni del silencio de los expedientes en blanco, ni de la
distante palabra de los académicos. El silencio de nuestro héroe está colmado
de voces, de voces pájaros, de voces chicha, de voces rezabaile, las
palabras de la otra tierra, voces Pachamama, voces que trascienden los
caprichos de la cartografía y se consagran a la sinfonía de raza que hace
siglos está latente en nuestros corazones.
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