3/31/2015

El silencio de nuestro héroe (el héroe de los de abajo)



El silencio de nuestro héroe (el héroe de los de abajo)
por Pedro Patzer

El silencio de nuestro héroe está hecho del crujido de la canoa del pescador que a mitad del Paraná no espera ser encantado por el canto de las mitológica sirenas aunque sí confía en que el himno de sus ahogados ponga de pie a las patrias secretas del río. El silencio de nuestro héroe está conformado por las bagualas de los vientos sin nombre, por el galopar de los caballos salvajes que parecieran rendir tributo al silencio de Felipe Varela en su exilio de los manuales de historia. Silencio, el de nuestro héroe, construido por los pueblos que murieron con la peste del desierto que se esparció cuando el país se quedó sin trenes. Silencio acumulado por los changos a los que no se les permitía hablar su “lengua de indios” en las escuelas del gran civilizador. Silencio por las localidades a las que se les cambiaron sus nombres ancestrales por los de estancieros ingleses. Silencio de los que no tuvieron una lápida con su nombre, ni siquiera una cruz de algarrobo en los remotos caminos de la historia. Silencio de la callada bicicleta de Claudio Pocho Lepratti, silencio de los puentes sin Kosteki y Santillán, silencio de San Martín contemplando desde el barco por última vez esa tierra,  silencio de los viejos ypefianos de Tartagal ante la tragedia de la privatización de Ypf, silencio del maíz ante el atroz alarido de la soja, todo el silencio de siglos que se resumen en los ojos de los mineros de Andalgalá; el sacha silencio que en el Santiago profundo se escucha entre retumbo y retumbo de legüero; el silencio de Gatica noqueado por la vida, y puesto de pie, nuevamente, por la máquina de escribir silencios de Osvaldo Soriano. El silencio de los cafés de Palermo ante la ausencia de Miguel Abuelo y sus cartas abiertas a la vida: “La vida es un libro útil para aquel que pueda comprender”; silencio de óxido de los barcos hundidos en los pinceles de Quinquela; el silencio después del yaraví con el que en el Jujuy adentro despiden a sus muertos; el silencio de los desiertos compilados por las milongas de llanura; silencios de los cartógrafos ante el viento patagónico que borra las fronteras de los mapas políticos y enciende los mapas espectrales de la ciudad de los Césares; silencios de los bisnietos de Martín Fierro que en la villa entonan cumbias desesperadas; el silencio de los arrabales de Dios ante la poesía humana de Discépolo; el silencio austral luego del último sapucay en Malvinas; el silencio de los peones golondrinas, que nunca levantan vuelo, que jamás gozaron de la ventaja del cielo de los estancieros; silencio de la curandera ante los remedios que la Pachamama le sugiere; el silencio con el que Atahualpa Yupanqui enseñaba a cantar la vidala; el silencio de Manuel Dorrego ante el cantar de los pájaros en su última tarde de Navarro, silencio del mismo linaje  de Juan José Castelli, el orador de la revolución de mayo, que irónicamente muriera por un cáncer en la lengua; silencio como el callar del mar cuando Mariano Moreno, se convirtió en el primer desaparecido de esta patria, silencio similar al del crucero Belgrano hundiéndose en los márgenes de los mapas; silencio de Homero Manzi que ante la aristocracia de la palabra se plantó y pronunció: “ante de ser un hombre de letras, prefiero hacer letras para los hombres”, la misma aristocracia que le dio la espalda a Leopoldo Marechal: “¡Ah, no me digas nada, ni la palabra antigua/ ni las canciones que ha mordido el tiempo!” El silencio de los valles, silencio donde los antigales calchaquíes recuperan las confesiones del cardón; el silencio de nuestro héroe hecho de la zamba del zafrero, que luego de su día consagrado al machete y la caña, se entrega a las seis cuerdas con las que apacigua, la amargura del azúcar siempre ajena. El silencio de las plegarias interiores de los humildes ante la cabeza del Chacho Peñaloza exhibida como trofeo de los “civilizados” en una plaza de Olta, silencio que regresara a otra plaza, casi un siglo después, luego de ser bombardeada. Silencio amarillo de las biblias de hotel de provincia, silencio del que se queda sin pilas en la radio y no logra que Dolina le corrija el insomnio; el silencio del cerro cada vez que muere un baqueano; el silencio de los trenes sin Oliverio Girondo; el silencio del camionero ante cada ermita del Gauchito Gil, el silencio de los devotos de la Virgen del Valle que también le rezan a la santa de los humildes catamarqueños, María Soledad Morales; el silencio de Juana Azurduy y de Evita, que cada tanto nos recuerdan la América es mujer, que la historia es mujer; el silencio de los hijos de la sequía ante el éxodo de vida, el silencio del padre que pierde la batalla del pan, el silencio de los próceres del guiso; el silencio de los padres Mugica y Angelelli ante el vía crucis de nuestros cristos descalzos; el silencio de la noche campesina luego del “duerme, duerme, negrito”; el silencio de Buenos Aires sin el fervor y les elegías de Borges; el silencio de los guaraníes sin tierra que anhelan alcanzar la Tierra sin mal; el silencio de los cazadores (de la revista weekend) ante la aparición del Coquena; silencio del viejo bibliotecario ante los lectores que cambiaron las tardes de libros por las del bingo; el silencio de la calle Florida sin la Richmond; el silencio de los patios sin la imaginación de María Elena Walsh; el silencio de Manuel Belgrano ante el fuego que iluminó el éxodo jujeño; silencio como el del teatro abierto devorado por las llamas; el silencio de los otros libros que iba a escribir Rodolfo Walsh; el silencio del clavel sobre el piano de Pugliese; el silencio de la luna de Callao sin el corazón polizón de Horacio Ferrer; el silencio de los idiomas ancestrales de nuestra tierra ante el pedagogo que aconseja “pensar en inglés”; el silencio de los habitantes del oeste de La Pampa ante el río que le robaron: el Atuel Salado Chadileuvú, más conocido como el río de la sed, silencio hermano al de la Difunta Correa amamantando de esperanza a los sedientos peregrinos de San Juan; silencio como el de los locos del zonda, silencio pariente de los que ofrecen su alma a la sudestada rioplatense; silencio de los corazones de la Patria Grande ante los diminutos espíritus de los apólogos de la patria chica; silencio del maestro del pequeño pueblo ante el funcionario que habla de “primer mundo” y “tercer mundo”, funcionario que no advierte el esfuerzo que hizo ese docente para comprar un mapamundi y explicarle a sus alumnos que hay un sólo mundo y que éste comienza desde el sur; silencio del último puestero ante ante el lamento de Santos Vega por su derrota ante el diablo (el progreso), silencio como el del barrio que ha perdido su calesita; silencio del puneño ante el intelectual que nos define como “hijos de los barcos”; silencio de la avenida Garay sin el Aleph, silencio de Balvanera sin Jacinto Chiclana; silencio de la selva ante la máquina de escribir de Horacio Quiroga; silencio del hachero después de derribar el alma del monte, un silencio en el que aprende que cada árbol que derriba lo hace más pobre; silencio de las banderas ante los países de la Argentina secreta que celebra un poncho al viento; el silencio del alma de Güemes ante el pomposo gaucho de desfile; el silencio de Lugones ante una vida de mil vidas borrada por tan sólo un vaso de veneno; el silencio de la chichí que no tiene plata para ir a ver a la Mona; silencio de los trashumantes ante un nuevo amanecer a la deriva; silencio de la guitarra sin los nidos donde los pájaros eléctricos de Spinetta desarrollaban su música celestial; silencio sin la historia desopilante del taxista porteño; el silencio de la piedra ante tantos siglos de exilio de la montaña; silencio del mate del solitario; silencio de los que esperan a que los Vairoleto, los Juan Moreira y los bandoleros sagrados, regresan a hacer justicia para los de abajo; silencio del cielo del sur ante el retumbo divinamente pagano del kultrún; silencio de los Ramonas y de los Juanitos Laguna sin el color de Berni; silencio de los cines de pueblo sin las películas de Favio; silencios de leguas acumulados en cada paso del arriero; el silencio del pastor ante la mula que carga el ocaso en la quebrada; el silencio de los viejos trofeos de la desaparecida sociedad de fomento; el silencio de un alma chayera luego de febrero; silencio de los pasajeros del tren Roca ante el bendito salmo del vendedor ambulante: “no le vengo a vender, le vengo a regalar”; el silencio del limonero del patio ante los consejos del abuelo; el silencio del algarrobo natal ante la poesía de Antonio Esteban Agüero: “"Padre y Señor del bosque./ Abuelo de barbas vegetales./ Algarrobo natal. Torre del cielo./ Monumento y estatua del follaje./ Hijo del Sol y de la Tierra unidos./ Árbol de luz. Espejo de los siglos./ Dios vegetal de corazón fragante./ Así yo quiero terminar la Oda,/ asistido por Ángeles del Canto:/ Algarrobo natal, Abuelo nuestro,/ ¡Catedral de los pájaros!” Silencio de los buzones de Buenos Aires a los que ya nadie les entrega una carta; silencio de los caldenes ante el diálogo milenario del sol y el salitral; silencio de los que saben que para rezar por las noches se precisa una guitarra; silencio de la llanura sin fogones; silencio de los muros urbanos sin algún mandamiento de aerosol; silencio del que viene de lejos (de siglos) custodiando la creación de Viracocha; silencio cultural de la coca, silencio que nos recupera ante la palabra apunada; el silencio de la llama, el silencio de los caminos sin nombres; el silencio del domador ante la furia continental del bagual; silencio de los suburbios del alma sin las aguafuertes de Arlt; silencio de los corazones libres al comprender la metáfora del diablo de la salamanca, la idea de resistencia espiritual y cultural ante la colonización; el silencio del antropólogo ante el pueblero que hace llover; silencio del inmigrante ante el mar de tierra que es la pampa; silencio de los hijos de la Pachamama ante el alambrado; el silencio del trovero ante el viejo sabio que le recuerda que no hay atajo para llegar al hondo camino del canto; el silencio del joven historiador que descubre que le enseñaron una historia falsificada; el silencio del humilde chacarero ante el choclo transgénico; el silencio de la luna de Amaicha, luna que jamás pisarán los astronautas, luna que sólo se alcanza golpeando el parche de una caja; el silencio del pibe que comprende que cultura es la historia de su padre el colectivero, que cultura es su lucha por dejar el paco; el silencio del padre Julián Zini que descubrió que su religiosidad está consagrada a Dios y Ñamandú; el silencio del hombre que en su bote toma clases del idioma del junco y el barro; el silencio de los que luchan por la vida en un lugar llamado La Matanza; el silencio del que deja de ser turista y comienza a ser un habitante del otro misterio de la copla popular; el silencio del Alfonsina ofreciendo su cuerpo como elegía del mar; el silencio de los justos ante la prepotencia de los cultos ignorantes; el silencio de los caídos en las batallas de la pobreza; el silencio de la flor sencilla que ofrece un poco de color en los jardines del Borda; silencio ante el que olvidó sus goles de potrero y da besos profesionales a camisetas ajenas; el silencio de la enfermera del hospital que pese a todo, nunca dejó de limpiar las heridas del mundo; el silencio del solitario vallisto mejorado por el cantar de los grillos; el silencio del río Pilcomayo ante el canto rezo de los Qom; el silencio del conurbano bonaerense ante las canciones - manifiestos de Los Redondos; el silencio del Curaca ante tanta el farfulleo de los esclavos culturales; el silencio de Túpac Amaru que regresa en la libertad del vuelo del cóndor; el silencio de Inti ante la vida que cabe en el grano de maíz; el silencio indoamericano de arcilla que acecha en las cerámicas; el silencio del que sabe que el canto pertenece a los pájaros y al pampero; el silencio de kolla que comprende que para trepar a la cima del cerro, primero debe conocer su corazón, el kolla advierte que él es el cerro; silencio del que intuye que su destino es la baguala; silencio de los pesebres pobres donde se aprende que la auténtica riqueza es la redención; el silencio del pocero ante la parábola secreta de la tierra; el silencio del vino ante la ausencia de Jaime Dávalos; el silencio de los que construyen entre los escombros; el silencio de los que la vida sólo le ha puesto agujeros en la camisa como medallas o agujeros en la media como la poesía caminante de Tuñón; el silencio del aborigen que doma al caballo salvaje con un abrazo; el silencio del paisano que sabe que nadie es dueño de algo que no sea desbaratado por un atardecer de campo; el silencio de los tanques de agua, que son los monumentos que el día ha construido en las terrazas del barrio; el silencio del ombú luego de centenares de estilos perdidos bajo su sombra; el silencio del payador al comprender que la milonga es una forma de soledad; el silencio de la tranquera de la querencia donde hasta Dios se ha marchado; el silencio ante la tristeza que acuña su moneda en la mirada de quien observa la sonrisa de Gardel; el silencio de los patios del sainete desde que Buenos Aires se quedó sin conventillos; el silencio del médico de ciudad ante los yuyos que le recomienda la Machi; el silencio del músico salamanquero al comprender que llaman “música culta” a la que se ejecuta en el teatro Colón, Colón, el hombre que trajo el nombre que le quitó al continente su verdadera denominación: Abya Ayala; el silencio del ajero mendocino ante la inescrupulosa paga, silencio que tiene destino de vino y cogollo a mitad de la tonada; el silencio colmado de multitudes de las madres de los jueves y de las abuelas de la memoria; el silencio de los que nunca tendrán una oración en un libro de historia, sin embargo son los verdaderos próceres cotidianos; el silencio de los isleros litoraleños cansados de escuchar a los profesores hablar de La isla de Robinson Crusoe pero nunca mencionar las aventuras del hombre de río ante el acecho del Yasí Yateré; el silencio de Leda Valladares ante el canto de las copleras cafayateñas, canto que le hiciera abandonar la filosofía occidental “bien cuidada por los europeos” y consagrarse al hondo cancionero del continente
Ninguno de los silencios de los que está hecho el silencio de nuestro héroe, se parecen al de las estatuas y al de los monumentos, nada tienen estos silencios del silencio de los museos y de los púlpitos, nada del silencio de los claustros, ni del balbuceo de la plegaria enunciada de memoria, ni del silencio de los expedientes en blanco, ni de la distante palabra de los académicos. El silencio de nuestro héroe está colmado de voces, de voces pájaros, de voces chicha, de voces rezabaile,  las palabras de la otra tierra, voces Pachamama, voces que trascienden los caprichos de la cartografía y se consagran a la sinfonía de raza que hace siglos está latente en nuestros corazones.

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