“Setenta balcones hay en esta casa, / setenta balcones y ninguna flor./ ¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?/ ¿Odian el perfume, odian el color?” escribió Baldomero Fernández Moreno
En Buenos Aires, muy poca gente mira para arriba.
Haga la prueba, levante la mirada y verá que hay cosas que todavía no ha contemplado:
la anciana tendiendo la ropa en el balcón (pareciera abrir las banderas de rendición de todas las batallas que los oficinistas jamás han librado) las nubes destrozando de fragilidad a los modernos y estériles edificios (los pájaros se niegan a anidar en ellos, aunque nadie dudaría de que un cazabombardero pondría, tranquilamente, allí, sus huevos de la muerte) las cornisas solitarias (a veces en ayunas de suicidas, aunque ellas, ya están cansadas de los idilios breves que estos románticos del morir, suelen ofrecerles) Las campanas que a menudo presentan un negro de luto (¿del canto de quién serán viudas las campanas?) chimeneas que hace tiempo dejaron la pipa pero se hicieron adictas al óxido del atardecer urbano; antenas de colores (que quizás alguna vez reciban mensajes de otros mundos, mundos donde sea más importante la existencia que la profesión) veletas de gallos escondidas entre cables (tal vez como los amaneceres rutinarios de los hombres que nunca despiertan, o que creen que un despierto es sólo eso que pulula por las horas posteriores a que suena el despertador) antiguas buhardillas, hoy clausuradas al público, pero que tienen como inquilinos a fantasmas (que por las noches recitan odas de la Misteriosa Buenos Aires que perdimos). Aviones con asma de la lejanía (que los vendedores ambulantes de la terminal de Retiro sueñan abordar, luego de vender todas sus medias, pilas y linternas) tanques de agua (que son los monumentos al desasosiego porteño, monumentos esculpidos por los artistas de la sed) leones de adorno (que en tantos años de cemento, ningún domador del asombro ha podido rescatar de la jungla de la intemperie) hierba que crece en las torres con relojes (los relojes y la hierba son amantes, que cada tanto tienen hijos eternos) y francotiradores que en las azoteas envejecen esperando a su Kennedy cotidiano.
Cuando camine por Buenos Aires, mire para arriba, quizás en el barrio de Flores encuentre los viejos molinos de viento que el quijote de las aguafuertes, Roberto Arlt, contemplaba taciturnamente (aunque él no veía gigantes, sino pequeños hombres que eligieron un progreso, que entre tantas cosas, se cargara los molinos de viento)
Mire para arriba, no le de tanta importancia a los cordones, que los gorriones han aprendido lunfardo y suelen practicarlo sobre las solemnes estatuas, y en las cúpulas de las antiguas iglesias, hallará ángeles celebrando el paraíso de la telaraña; mire para arriba que todavía es necesaria la poesía de Baldomero: “La piedra desnuda de tristeza/ ¡dan una tristeza los negros balcones!/ ¿No hay en esta casa una niña novia?/ ¿No hay algún poeta lleno de ilusiones?”
Mire para arriba, que en los cables de tensión las torcazas se animan a hacer nidos, como las flores a burlarse de las herrumbrosas rejas y los mendigos a hacerse dueño de todo el cielo, que los que se creen ricos, desprecian.
Mire para arriba porque abajo cuesta más amanecer
Pedro Patzer
1 comentario:
En la película de "Martín Hache" el joven Hache nunca pudo dejar de añorar los tejados de Buenos Aires, solía mirar para arriba en la ciudad española y no conseguía hallar la magia de los tejados de su ciudad natal, por eso tuvo que regresar, no soportaba sentir esa nostalgia.
Gracias, Pedro, por inviatarnos a mirar a lo alto.
Besos desde Madrid, de Rakel, la profesora de Parla.
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