Custodiar la identidad nacional, no es sólo entonar una zamba, citar el
Martín Fierro o hacer apología del asado. Custodiar, fortalecer y
desarrollar nuestra identidad, en tiempos en los que los contenidos extranjeros
colonizan implacablemente nuestro habla, nuestra manera de vincularnos con la
realidad, con la sociedad, con el prójimo, es trabajar por la soberanía
audiovisual
Hace años, Scalabrini Ortiz señalaba que la Argentina tenía himno y
bandera, sin embargo los trenes eran ingleses y los frigoríficos
norteamericanos. Hace algunos días, escuché a Ramiro, mi sobrino quilmeño,
hablar en neutro. Hasta le ha pedido a la madre si era posible desayunar huevos
y tocinos, cómo lo hacen los personajes de su serie favorita. Sin embargo, hay
algo que aún me llamó más la atención de esta colonización pedagógica que
padece mi sobrino y esto es que en su cumple,
con sus amiguitos, consumidores de series de Netflix, jugaban a que eran
agentes de la DEA persiguiendo a narcos colombianos y mexicanos.
Podría decir que asistir a dicho espectáculo hizo que el mundo se me
viniera abajo, aunque justamente lo que hizo fue confirmar la idea
señalada por el viejo Jauretche: nos han educado los que inventaron los
mapas, los cartógrafos europeos que, por supuesto, establecieron en el
mapamundi, que el mundo comienza en el norte.
Yo, quilmeño, no jugaba a perseguir narcos colombianos como agente de la
DEA, pero, colonizado por las pocas series y películas que daban en ese
entonces, era un cowboy persiguiendo Sioux. Por supuesto que este daño cultural
con el que me “educaron” aquellas series y pelis, me hizo crecer creyendo que
los malos eran buenos y que los buenos eran malos y, desde luego, desconociendo
nuestra historia. Esos contenidos me acercaban al cowboy y al Sioux, no
me presentaban al gaucho y mucho menos al ranquel, mapuche, tehuelche, guaraní,
etc. Tanto es así, que hasta mi adolescencia estaba convencido de que en
Argentina no había indios. Les recuerdo que nací en un lugar llamado Quilmes,
nombre adoptado por los aborígenes de los Valles Calchaquíes confinados a
caminar desde Tucumán hasta la localidad bonaerense que hoy lleva su nombre.
A diferencia de mi sobrino, yo crecí en una época donde no había
internet, y mucho menos Netflix, y la televisión nos mostraba otras
historias, desde Historias de la Argentina Secreta - semilla de mi
vocación, hace catorce años soy autor de los contenidos de Nacional Folklórica
y escribo libros sobre la argentinidad - hasta series que me dieron armas para
ser más argentino: Carlín me enseñó lo que un “langa” porteño es capaz de hacer
por seducir una mina; Atreverse, de Alejandro Doria me enseñó cómo sufre un
travesti en nuestra sociedad prejuiciosa, la Banda del Golden Rocket me contó
como un viejo auto del abuelo puede unir los caminos de unos primos. Es decir,
yo fui colonizado culturalmente, jugaba a los vaqueros, pero historias de la
Argentina Secreta me enseñó que había otros héroes cercanos, y Carlín a que uno
se puede bajar antes del bondi por tratar de ganar el amor de una mina o la
banda del Golden Rocket, que hay cosas como un viejo auto del abuelo que en realidad
se transforman en puntos de encuentros. Hoy me preocupa que mi sobrino Ramiro,
no halle en los contenidos que consume, puntos de encuentros con su historia,
con su país, con su gente, no sólo porque dejará de seducir como un argentino,
de soñar como se sueña en este país, sino porque desconocerá las cosas más
hermosas que nos hacen ser nosotros y las cosas más terribles que debemos
cambiar para ser mejores. El Indio Fernández sostenía que los mexicanos iban a
aprender a ser mexicanos al cine (en la época de oro del cine mexicano),
nosotros tenemos que trabajar para que Ramiro, sus amigos y los que vengan,
además de disfrutar de las geniales series universales, puedan conocer cómo se
sueña en argentino. El Estado nacional debe comprender que promover la ficción
nacional es fomentar la identidad argentina.
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